Relatos: “La Desventura”

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El aparato de radio estaba sintonizado en una emisora de frecuencia modulada que durante las veinticuatro horas del día transmitía versiones grabadas de música de tango. El sonido era armonioso, suave y sin estridencias, para que actuara como telón de fondo en el recinto que su dueño utilizaba como escritorio o taller inspirador de ideas. Allí se encontraba él, como siempre, preso de la imaginación, una facultad que suele presidir casi sin excepción los actos de los seres humanos y que en este caso era más pronunciada porque existía premeditación para convocarla.

En ese momento vibraban al unísono dos sensaciones, por un lado la placidez del concierto musical que se extendía libremente por el cuarto, y por otro el estímulo que la escritura depositaba sobre el papel, y ambas complementándose en la acción. El ingenio de la mente sugerido por la fantasía de la música. De pronto, como por arte de magia, la escritura se paralizó y la pluma se negó a continuar escribiendo el pensamiento que espontáneo surgía en ese momento. Era sin duda un acto reflejo producido por la versión discográfica puesta en el aire por la radio, pues fue suficiente escuchar los primeros compases para que la atención cambiara de rumbo.

Ocupaba el espacio sonoro la gran orquesta del maestro Carlos Di Sarli interpretando el tango de Roberto Firpo titulado El Amanecer, al tiempo que el dueño de casa era atraído mentalmente de tal manera que parecía que estaba leyendo una partitura imaginaria escrita sobre un recuerdo recóndito cuyas notas y respectivos compases repetían un hecho que creía haber olvidado.

Fueron tan solo tres minutos. Tres minutos en los que el disco reprodujo la versión de la bella página musical por esa gran orquesta dueña de un ritmo bailable contagioso que la mayoría de los bailarines ponderaron siempre. Fueron tres minutos que lo tuvieron preso de su propia nostalgia alejado de la tarea que estaba realizando y trayendo a su retentiva aquellos otros tres minutos vividos en el carnaval del año 1945, que incluía una trama iniciada un año antes.

Allá por 1944, como todo joven de la época integraba una barra barrial que tenía como uno de sus puntos de reunión una esquina determinada. Ese conjunto de muchachos, además de las distracciones que ocupaban naturalmente sus ratos de ocio, como practicar el fútbol callejero o estar en forma permanente inventando alguna diablura a tono con sus respectivas edades, también tenía la consigna secreta de registrar en su malicia a cada una de las chicas que solían merodear por los alrededores o pasar, solas o acompañadas, por el filtro de las miradas que abundaban en esa esquina.

De ese fichaje surgían escalas de valores, con mayor énfasis en lo físico de cada chica, y así se producían las clasificaciones de las morochas recatadas, las rubias pizpiretas, las lindas más tentadoras o las feas más desaconsejadas.

Involucrado por voluntad propia en ese juego esquinero de adolescentes inquilinos de una esquina, elegía sin “deschavarse” a la chica que más le agradaba para iniciar una relación, ya fuera un flirteo, un noviazgo, una aventura o un matrimonio, pero siempre manteniendo esa moderación que lo distinguía de los demás que solían actuar desafiantes ante iguales circunstancias.

Su gusto, su preferencia y su mirada estaban puestos justamente en esa chica que todos admiraban y a quien el barrio reconocía como “la chiquita”, sin saber realmente cuál era su nombre.

Sin reconocerlo abiertamente vivía pendiente de la imagen de esa piba que desafiante pasaba casi todos los días acompañada por su hermana mayor, por lo que nadie se atrevía a hablarle o por lo menos a decirle un piropo galante, como era común en esos años. Tal vez dicha falta de atrevimiento se agudizaba además porque ambas mujeres eran hermanas a su vez de un “peso pesado” de la barra de la otra cuadra.

Lo cierto era que la tal chiquita lo hipnotizaba a su paso y lo inhibía tan solo con su presencia, su carita de muñeca, su cutis de porcelana, su silueta entallada, su cuerpo ágil, sus ojos negros, grandes y chispeantes, su risa pizpireta y compradora, su andar acompasado sobre zapatos de tacos altos, y la contorsión de su cintura. Encandilado por tanta belleza no desechaba la permanente insinuación de sus compinches esquineros que, una y otra vez, le afirmaban que él sería la pareja ideal para esa “mina”, dicho así sin eufemismos y sin ninguna clase de recato. Aunque la instigación de sus amigotes le resultaba muy pesada, no le desagradaba ir en busca de lograr una relación con la chiquita, pero no sabía cómo, ni dónde, ni de qué manera.

Cuando la falta de oportunidades y de atrevimiento le ahogaban su esperanza, el destino quiso que se encontrara por pura casualidad con la chiquita haciendo compras en el almacén del barrio, y esa misma casualidad hizo que entre sonrisas de complacencia le propusiera ir a festejar ese día de carnaval, a lo que ella aceptó encantada, diciéndole que lo esperaba a medianoche en el Club Independiente, filial Flores, donde actuaba su favorito, Carlos Di Sarli con su orquesta.

Loco de impaciencia y feliz por el acierto, se reunió con sus compinches manteniendo en secreto lo ocurrido en horas de la mañana de ese día y solo habló de pájaros perdidos, a la espera de la llegada de la medianoche, hora de la cita convenida. Puntualmente se hizo presente en el salón principal del referido club que estaba engalanado con motivos carnavalescos, repleto de gente en su mayoría disfrazados, todos excelentes bailarines habitués de ese lugar donde se encontraba instalado el palco principal. No tardó mucho en localizar la presencia de la hermosa chiquita, “custodiada” por su hermano y por dos de sus hermanas. Allí junto a él, la frágil muchachita vestida con un disfraz de cisne atraía la atención de la gente que pasaba a su lado. Una emoción y una admiración indescriptible se adueñaron de su ser, máxime cuando ubicados en el centro de la pista, apretados como sardinas envasadas, esperaban comenzar la danza apenas la orquesta hiciera tocar los primeros compases. El inicio no pudo ser más auspicioso pues arrancó con el tango El Amanecer, y dentro del remolino que produjo la gran cantidad de personas, él siguió como si nada ocurriera a su alrededor, abrazado a Chiquita, su compañera anhelada, forjando un evidente contraste entre la excelente bailarina de tango que era ella y un perfecto “pata dura” como era él.

Casi finalizando el tango, al borde de los tres minutos de duración, Chiquita, sin motivos aparentes, se deslizó de entre sus brazos y cayó desmayada al piso. Los bailarines hicieron un círculo para atenderla, la orquesta también cesó su actuación, y él sin saber qué hacer corrió alarmado en busca de los hermanos para darles la mala noticia, al tiempo que despavorido salió disparado del club, cruzó la avenida y se colgó del primer tranvía que transitaba por el lugar. ¡Desmayo del cisne, desmayo de la osadía!

Nunca supo qué le había acontecido a Chiquita. Nunca se animó a revelar el secreto. Ella siguió pasando indiferente. él siguió instigado por sus amigos.

Hoy ya nadie lo provoca, el disco cesó de girar. Hoy como ayer, don Carlos Di Sarli le ofreció tres minutos de imposibles realidades.

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